Thursday, January 22, 2009

Un día de gloria, sorpresa y esperanza


Vida Nueva) “Aquel 25 de enero de 1959 fue un día de gloria, de sorpresa y de esperanza eclesial. Ante unos cardenales ancianos y poco propensos a las sorpresas, Juan XXIII anunció la próxima convocatoria de un concilio ecuménico y de un Sínodo romano y la renovación del Código de Derecho Canónico. Los cardenales respondieron con la sorpresa y el silencio, pero la comunidad creyente, en su mayoría, fue consciente de que algo importante iba a producirse en su seno y se disparó la gozosa esperanza, ese componente sustancial en toda renovación social, aunque, de hecho, nadie sabía en qué iba a consistir el acontecimiento ni qué consecuencias podrían desencadenarse de un concilio que muchos teólogos habían considerado que no volvería a producirse tras la definición de la infalibilidad pontificia”.

Así describe el historiador Juan María Laboa la convocatoria del Concilio Vaticano II hace justo ahora 50 años. En un artículo publicado en Imágenes de la fe (Octubre 2005, nº 396), Laboa hacía memoria sobre los significados de aquella decisión en un momento “desconcertante”. La Iglesia parecía estar “más fuerte, más presente y más influyente”, dados el “esplendoroso” pontificado de Pío X, las ceremonias romanas los Años Santos de 1950 y 1954, las grandes encíclicas o la aparición del Papa en televisión. Sin embargo, a un nivel más profundo “abundaba el descontento, la crisis, el deseo de una Iglesia más descentralizada y más respetuosa con la personalidad y los deseos de los creyentes”. Por eso la elección de Juan XXIII fue percibida como “un soplo de viento fresco”: “Su modo de hablar, de moverse, de afrontar los temas -explica Laboa- dieron a entender que se asistía al inicio de una nueva etapa, sin aspavientos ni gestos solemnes. Los que éramos jóvenes en los años sesenta estábamos acostumbrados a una Iglesia temerosa y enquistada en medio de una sociedad en cambio permanente, pero, con el nuevo papa, fuimos conscientes de que asistíamos a una renovación del talante eclesial que nos resultaba congenial“.


La puesta a punto del Concilio se gestó con una encuesta que se envió desde Roma a los obispos y universidades, y con las más de 2.000 respuestas se pudo obtener una idea bastante acertada de la mentalidad del episcopado y sus preocupaciones más acuciantes. Las contestaciones de los obispos españoles, refiere Laboa, reflejaban bien el talante de buena parte del clero español:

“Ausente de los cambios y de las preocupaciones de la sociedad moderna, preocupados por la decadencia de las costumbres morales tradicionales, convencidos de la bondad del confesionalismo del Estado, respondían más a lo que fue el pasado que al futuro que ya estaba imponiéndose. En España, el episcopado pertenecía a una generación que había sufrido la Guerra Civil, mientras que el clero, en buena parte, era joven y tenía otras vivencias y preocupaciones”. “Este diverso punto de partida explicará las diferentes recepciones del Concilio”, aclara.
¿Es necesaria una revisión del Concilio?


Precisamente, a la hora de analizar en qué modo se ha producido la recepción del Vaticano II, hay varias corrientes divergentes: las opiniones oscilan entre quienes se preguntan si el Concilio sigue teniendo vigencia y quienes abogan por una revisión.


Vida Nueva llevo el tema a la sección de Enfoques al cumplirse los cuarenta años de la clausura de la cita eclesial más importante del siglo XX. Allí, Santiago Madrigal, decano de la Facultad de Teología de Comillas, consideraba que “el Concilio ha iniciado una profunda transición que todavía no ha terminado y que afecta a cuestiones medulares de la vida eclesial: ecumenismo, diálogo interreligioso, remodelación del ministerio petrino, articulación de la colegialidad y de la sinodalidad en la Iglesia, comunión, promoción y responsabilidad del laicado, opción preferencial por los pobres”. Y indicaba que “sigue en pie el reto de actualizar el núcleo irreversible del Concilio, su significado permanente. Habrá que seguir buscando, en medio de la polvareda de interpretaciones opuestas, para tratar de recibir su ‘novedad’”.


Por su parte, Gonzalo Tejerina, decano de la Faculta de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca, resaltaba el espíritu de comunión vivido en el seno de la propia asamblea conciliar: “Ambos, documentos y asamblea, fueron el Vaticano II, y el acercamiento a sus doctrinas requiere recordar el clima eclesial de comunión que las alumbró“. El Vaticano II constituye, a su juicio, “un paradigma vivo del acontecer eclesial cuya genuina receptio, con la aplicación de sus documentos, requiere mantener abierta aquella dinámica de renovación en una comunión activa entre los creyentes“. Al final de su artículo, Tejerina recordaba: “El Cardenal Danneels, en el Sínodo de 1985, afirmó que en la recepción del Vaticano II quedaba mucho por hacer y que se estaba en los comienzos. Más de veinte años después, el dictamen vale en gran medida. No hay vuelta atrás sobre la experiencia eclesial y la enseñanza del Vaticano II, y un posible concilio nuevo, con la novedad que traiga, no podrá no seguir el proyecto de Iglesia del Vaticano II en sus grandes directrices“.

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