Wednesday, June 17, 2009

70 años de servicio al pie del cañón


Conviví con el padre Vittorio Albertini en Gulu (Uganda) de 1986 a 1987 y de 2005 a 2006. En ambas ocasiones tenía su habitación al lado de la mía y todas las mañanas me abría los ojos su despertador, que sonaba invariablemente a las 4,30 de la mañana. A las cinco ya estaba en la capilla rezando, a las siete celebraba la misa en alguna de las capillas cercanas a la misión y a las ocho tomaba su desayuno de leche con frutas mientras se preparaba para el trabajo del día en alguna de las comunidades, a las que hasta hace no muchos años acudía en bicicleta. Debe de ser este estilo de vida tan sano el que ha hecho posible que el padre Albertini celebre este año sus 70 años de sacerdocio. Sesenta de ellos los ha pasado en su querida Uganda. Ahora, a sus 94 años, sigue trabajando con alegría mientras, según dice, espera “la llamada final”. Desde 1990 no ha salido de Uganda, ni siquiera de Gulu para acudir a la capital, porque dice que a su edad ya no le quedan familiares o amigos en Italia a los que visitar, aunque también dice que habiendo tanta necesidad entre la gente no merece la pena gastarse el dinero en salidas.

Al padre Albertini se le conocen algunas aficiones, la más notable la de la reforestación. Las pequeñas iglesias y escuelas que ha construido en el norte de Uganda desde los años 50 llevan su sello inconfundible de la abundante sombra de mangos, eucaliptos y otros árboles plantados por él. Es también un anciano paciente que sabe escuchar. Me impresionaba ver la cantidad de gente que acudía a él todas las mañanas para contarle sus cuitas. En muchas ocasiones que he pasado por su oficina le he visto llorar encima de su mesa de trabajo, con el rosario en la mano, después de pasarse muchas horas escuchando a sus feligreses contarle cómo los soldados les habían echado de sus casas o cómo la guerrilla les había secuestrado a sus hijos. En 1986, cuando estalló la guerra, el buen hombre se había quedado bastante sordo y recuerdo cómo en más de una ocasión tuvimos que salir corriendo tras él cuando empezaba a pedalear y se dirigía, sin darse cuenta, hacia una zona donde los demás podíamos oir claramente disparos. Afortunadamente para él, al año siguiente aceptó finalmente comprarse un aparato para la sordera.

Falta le hizo en los años sucesivos. Recuerdo una ocasión, en 2004, en que los guerrilleros del Lord’s Resistence Army entraron en la casa de los misioneros combonianos en Gulu de noche. Cuando el padre Albertini oyó cómo intentaban echar la puerta abajo a hachazo limpio, ni corto ni perezoso se levantó de la cama y les dijo desde el otro lado que él mismo les abriría la puerta. Cuando lo hizo, los furiosos rebeldes le empujaron y le golpearon mientras el pobre hombre se cubría la cabeza inútilmente. Tras saquear las habitaciones, quemaron los tres vehículos de la misión y se marcharon. Al día siguiente, luciendo sus moratones, el padre Albertini forzaba una sonrisa y susurraba que lo suyo no había sido nada y que la gente sí que lo pasaba muy mal y merecían compasión.

De hábitos metódicos y ordenados, es como un reloj, especialmente los domingos. Ahora va con un chófer, pero hasta hace apenas tres años todos cogía su pequeño Suzuki Samurai -comprado en 1986 y nunca reemplazado- y conducía despacio con ilusión para celebrar la Eucaristía en las tres comunidades que le tocaba visitar ese día. Hace cuatro años pidió permiso al arzobispo de Gulu para celebrar cuatro misas los domingos, porque decía que le daba pena ver cómo había gente de las aldeas más remotas de su parroquia que se quedaban sin la oración dominical, y el arzobispo le respondió que podía hacer lo que pensara que era mejor para el servicio pastoral de la gente.

Me siento tentado de decir que ya no quedan misioneros como él, pero tal vez sea una exageración. Cambian las formas y las maneras de hacer las cosas, pero en África sí que se encuentra hoy uno con hombres y mujeres –religiosos o no- entregados al Evangelio y a ayudar sin descanso a los que viven atrapados por la enfermedad, la tiranía y la falta de acceso a la educación. La mayor parte de ellos suelen pasar desapercibidos. Yo, de todos modos, que he pasado en el norte de Uganda 20 años, le envidio su perseverancia y su serenidad. Cuando miro a personas como él pienso que en la Iglesia en que nos ha tocado vivir sobran luchas por el poder, politiqueos y ataques contra los que están en la trinchera de enfrente y faltan muchos testigos que, como el padre Albertini, llevan toda la vida envueltos en Dios y comunicando su amor a todos para quienes la vida es una pesada carga.
José Carlos Rodríguez
En clave de África

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