Sunday, June 21, 2009

La homilía de Ciudad Redonda: Serenidad en medio de la Tormenta

Cuando estábamos en el seminario menor, en invierno, cuando había galerna en el mar, algunas veces nos dejaban salir a ver las olas que chocaban contra el malecón que defendía el puerto. Eran terribles. Algunas de ellas llegaban con su espuma hasta lo alto del faro, que estaba plantado sobre un promontorio enorme que sobresalía del mar como un inmenso barco. Al chocar contra la orilla, las olas producían un estruendo horrendo. No era seguro estar cerca de la orilla. No sería la primera vez que un golpe de mar se llevaba a alguien y el mar no devolvía su cuerpo hasta pasados unos días.
De vez en cuando la tormenta era tan fuerte que el malecón, hecho a base de bloques enormes de hormigón, quedaba roto. La fuerza del agua era capaz de reducir a pequeñas piedras aquellos bloques de muchas toneladas de peso. Pero el peñón enorme sobre el que estaba edificado el faro, a pesar de los años y de la fuerza de las olas, a pesar de la erosión que mostraba en su base, permanecía inamovible.



Las agitaciones de la vida

En la vida pasamos también por muchas tormentas. La vida es cambio y no siempre tranquilo. A veces la leve brisa que alivia el calor del verano se convierte en viento huracanado que rompe, destruye, destroza y derriba las construcciones que con tanta dificultad hemos hecho para sentirnos seguros frente a las adversidades de la vida. Son las enfermedades, los problemas económicos, las crisis en las vidas de las parejas, las relaciones en las familias, las crisis de fe.


Hay muchos problemas que nos atenazan. Hay muchos momentos de crisis. Son como las olas que chocan continuamente contra la orilla y terminan por romperla. Nuestro esfuerzo es siempre el de procurarnos la defensa que nos proteja contra esos vientos impetuosos que amenazan nuestra vida y la de los nuestros.
En la Iglesia también sentimos las amenazas de las olas que chocan contra esta barca del reino. Algunos viven atemorizados porque piensan que esta sociedad nos ataca y va a terminar por hundir la frágil barquilla que para ellos es la Iglesia. Creen que hay que construir parapetos, que hay que reforzar la quilla, que hay que fortalecer el casco, y claman asustados pensando que nos hundimos. Para evitarlo proponen medidas urgentes. Algunos hasta se autoproclaman salvadores de la Iglesia.

El faro y el dique


Frente a tantas amenazas, hay que recordar lo del faro y el dique. El dique, obra de la ingeniería, se rompía cada pocos años, el peñón sobre el que se levantaba el faro, estaba allí, impasible ante las olas y los vientos, casi se diría que eterno.


Frente a los que se empeñan en levantar muros y paredes y techos que nos defiendan de los vientos de este mundo, hay que recordar que nuestro Dios es el creador de todo, también de los vientos, que hay que confiar en él y en Jesús, su hijo y señor nuestro. Sólo él es capaz de levantar las peñas que aguantan todo. La frágil barquilla de la Iglesia no es tan frágil porque cuenta con la presencia de Jesús. Nuestra vida puede estar agitada por la enfermedad, los disgustos y tantas otras cosas. Sentiremos el choque de las olas, hasta es posible que nos mareemos y sintamos miedo. Pero sabemos que el Señor está con nosotros. Y que, con su presencia, no hay mar ni tormenta que no podamos atravesar. Es cuestión de confiar. Y saber que siempre, siempre, después de la tormenta, viene la calma. Porque el Señor lo es también de la tormenta.


Entonces, ¿nos da lo mismo todo? No. De ninguna manera. Con Jesús nos sentimos servidores del Reino, trabajadores de la fraternidad, atentos a las necesidades de nuestros hermanos y hermanas. Seguros de que todo lo que hagamos en favor del Reino estará bendecido por Dios. Y, sin desanimarnos nunca, porque sabemos que estamos apoyados en la roca firme, la que aguanta todas las olas y vientos; porque sabemos que nuestra barca aguantará la tormenta. En el nombre de Jesús.


Fernando Torres Pérez cmf
fernandotorresperez@earthlink.net

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