Sunday, January 20, 2013

Comentario al Evangelio por José María Vegas, cmf. Lo mejor está al final

Lo mejor está al final


Comenzamos ya la segunda semana del tiempo litúrgico ordinario, pero seguimos percibiendo los ecos de las pasadas fiestas navideñas y, concretamente, los de su culminación en la Epifanía. De hecho, tradicionalmente la liturgia ha visto la manifestación de Jesús en los tres momentos que se han sucedido desde el 6 de enero hasta este domingo segundo: la adoración de los Magos de Oriente, el Bautismo de Jesús y la Boda en Caná de Galilea.
El Evangelio de Juan sitúa la aparición pública de Jesús en el contexto de una boda, a la que estaba invitado Él con sus discípulos, y, al parecer de manera independiente, su madre, María. De este modo, Juan retoma una imagen central del Antiguo Testamento para expresar la relación de Dios con su pueblo Israel: la del amor esponsal. El amor entre el marido y su esposa expresa el máximo grado de unión, intimidad y compromiso entre dos seres humanos.
Pero en esta relación, Dios experimenta continuamente las infidelidades de su pueblo, que muchos textos del A.T. reflejan en términos de infidelidad matrimonial. Está de triste actualidad, por noticias que saltan con frecuencia a los medios de comunicación, los durísimos y crueles castigos que sociedades primitivas, todavía vigentes en nuestro tiempo, reservan para los pecados de adulterio, aunque cebándose con hipocresía sólo en la parte femenina. En el lenguaje simbólico del Antiguo Testamento, el papel de la esposa lo encarna el pueblo. Era, pues, de esperar que las infidelidades continuas a su alianza con Dios atrajeran sobre Israel castigos que podían llegar a su total desaparición. Sin embargo, especialmente en los textos proféticos, la cólera de Dios por los pecados del pueblo no se traduce en una voluntad de castigo y destrucción, sino que, paradójicamente, acaba siempre en palabras de perdón, en renovadas y conmovedoras declaraciones de amor y restablecimiento de la Alianza, en la promesa de un desposorio perpetuo que ya no se romperá nunca. El texto de Isaías de la primera lectura de hoy es un ejemplo elocuente y bellísimo de esta “locura de amor” de Dios por su pueblo, que rompe con todos los estereotipos punitivos y vindicativos propios de esa sociedad y su ley religiosa, que mandaba lapidar a las adúlteras. Hay que decir que, al menos en esto, la experiencia religiosa de Israel no es en absoluto una mera proyección de ideas o convenciones humanas, pues vemos cómo las promesas de Dios hacen caso omiso de las mismas y no tienen empacho en contradecirlas abiertamente.
Si la revelación no ha encontrado mejor modo de expresar el amor de Dios por su pueblo que el del amor esponsal, quiere decirse que este género de amor, por su propia naturaleza, no puede reducirse a un capricho subjetivo, a un mero contrato de conveniencia que puede hacerse a la ligera y disolverse del mismo modo, con consenso de las partes o sin él. Existe en esta relación una exigencia de responsabilidad en su punto de partida; y una semilla de eternidad, incondicionalidad y fidelidad en su realización en el día a día. 
Así pues, no es extraño que Juan, apelando a una larga tradición bíblica, elija el contexto de una boda para situar en ella el comienzo de la actividad pública de Jesús, y narrar en ella el primero de los “signos” que la jalonan. De hecho, los capítulos 2-12 del cuarto Evangelio se han dado en llamar el “Libro de los signos”, siete en total. En este primer signo se afirma con claridad que el desposorio definitivo de Dios con su pueblo se cumple ahora, en la persona de Jesús. Con Él se pone fin a la situación de provisionalidad, penuria, postración y vergüenza en que se encuentra el pueblo de Dios. Ahora se hace verdad que “la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo.” En definitiva, aquí y ahora realiza Dios lo que prometió en tiempos remotos.
El aquí es Galilea, el lugar en el que Jesús inicia su ministerio, pero también el de la manifestación a los discípulos después de la resurrección: “Él va por delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis” (Mc 16, 7). El ahora es “al tercer día” (o “tres días después”, aunque la lectura de hoy no recoge estas palabras que abren la narración de todo el pasaje). El tercer día es para Juan el día de la glorificación de Jesús (cf. Jn 12, 23), que para él significa tanto la hora de la cruz como la hora de la Resurrección. Así pues, desde el principio se pone el ministerio público de Jesús en relación con el misterio de su muerte y resurrección. Es posible que la resistencia de Jesús a intervenir ante la petición de su madre esté en relación con esto: “Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora”.
El texto no dice quiénes eran los esposos, no da ningún detalle sobre la posible relación de Jesús y María con esos anónimos anfitriones. El foco de atención está totalmente centrado en María y Jesús. María interviene ante una situación penosa (vergonzosa y humillante, en lo que debería ser la alegría del desposorio), que recuerda la indicada antes para el pueblo de Israel (y, en él, de la humanidad entera). Ante la resistencia inicial de Jesús, María insiste y ordena a los servidores con una confianza absoluta: “haced lo que él os diga”. Este texto es el primero del Evangelio de Juan en que aparece María. Juan, que ha hablado de la “encarnación” (la Palabra se hizo carne), no había hecho mención a la madre de Jesús. Ahora, en cambio, se ve cómo Jesús “entra” en la historia, en su “hora”, en su actividad pública, por la mediación de María.
La acción de Jesús, entonces, se centra en las seis enormes tinajas de piedra (“de unos cien litros cada una”), usadas para la purificación de los judíos. El número seis refleja una ausencia de perfección (aunque está cerca de ella, que se representa con el número siete). Tal vez se pueda entender en el hecho de que sean de piedra una referencia a la antigua ley de Moisés, grabada en tablas de piedra; una referencia que sí puede claramente descubrirse en el hecho de que sean para las purificaciones de los judíos: la enorme cantidad de agua habla de la enormidad del pecado humano. En una palabra, la antigua ley, orientada a la purificación de los pecados, se revela como imperfecta e insuficiente, se trata de una alianza no definitiva, que prepara pero no puede otorgar la plenitud de la salvación. La triste situación creada en lo que debería ser una fiesta también habla del agotamiento de la ley mosaica y, probablemente, de la insuficiencia del Bautismo de Juan. Pero una insuficiencia no implica un rechazo o una condena. Igual que Jesús se somete al Bautismo de Juan y lo supera, bautizando con Espíritu Santo y fuego, ahora Jesús realiza la superación de la antigua ley partiendo de ella.
Así, Jesús manda llenar las tinajas de agua y, sin más preámbulos, ordena llevarle un poco al mayordomo. Se ve que la acción de Jesús no está dirigida simplemente a resolver un apuro ocasional. En primer lugar, llama la atención la cantidad exagerada de vino: unos seiscientos litros. En segundo lugar, se subraya su extraordinaria calidad. Ni una cosa ni otra tienen sentido en relación con la situación: ni hacía falta tanto vino al final de la fiesta, ni era necesaria esa alta calidad, dado el estado de los invitados. Es decir, Jesús “dice” con su signo algo muy distinto: la superabundancia del vino es señal de que los tiempos mesiánicos se han inaugurado, de que el Reino de Dios se ha hecho presente. Y esta nueva etapa supera en mucho a la anterior. El vino nuevo y festivo de las bodas de Dios con su pueblo es mucho más y mucho mejor que la vieja ley y los antiguos ritos de purificación. Aunque, como ya se dijo, no haya de faltar el sufrimiento de la cruz. En el vino nuevo se prefigura también la sangre derramada en la Cruz, con la que Jesús, el Cordero inmaculado, sella una alianza nupcial nueva y definitiva.
Ahora entendemos por qué los esposos de estas bodas de Caná no aparecen por ningún lado. El verdadero esposo es aquí Dios, en el rostro de Jesús, nuevo Adán; y la esposa, la Mujer, nueva Eva, es la madre de Jesús, que representa a todo el nuevo pueblo de Dios. Dios reúne de nuevo a su pueblo, en el que la ley está escrita en el corazón y que hace lo que él les dice, un pueblo que, como María, escucha y acoge la Palabra y la pone en práctica.
Todo lo que sucede en Caná de Galilea tiene el sentido de una Epifanía, de una revelación. Por ello, los discípulos, primicias, tras María, del nuevo Israel, sienten fortalecerse su fe en él.
Por la fe, los discípulos se convierten en servidores del vino nuevo del Reino de Dios. Realmente, es significativo el papel de los servidores de la boda. El texto dice que el mayordomo no sabía de dónde venía ese vino, mientras que los servidores sí lo sabían. El vino del Reino de Dios es ofrecido a todos sin excepción: a los que reconocen a Cristo y a los que todavía no lo conocen. Es decir, los frutos positivos del Reino de Dios, el reconocimiento de la dignidad del hombre como imagen e hijo de Dios, los valores del perdón y la misericordia, la solidaridad y la acogida del extraño, y así un largo etc., son parte de ese vino nuevo que muchos beben sin saber de dónde viene. Mientras que los servidores del vino, los que lo recogen y distribuyen, sí saben de dónde viene. ¿No hemos de ver en éstos a la imagen de los discípulos y creyentes de Jesús, que hacen lo que él dice y sirven a los demás desinteresadamente, dándoles de los frutos de la acción de Cristo, que inaugura una nueva etapa en las relaciones entre Dios y los hombres?
Los creyentes como servidores de la comunidad de hermanos, pero también de la humanidad entera, según la diversidad de dones que cada uno ha recibido del Espíritu, he aquí una imagen paulina que expresa bien el núcleo de nuestra vocación cristiana.
Así que, hoy, en nuestro particular Caná, Jesús empieza sus signos, crece nuestra fe en él, y esto nos da más fuerza para hacer lo que nos dice y servir mejor el vino nuevo de la filiación divina y la fraternidad a todos los seres humanos, hermanos nuestros.

Ciudad Redonda

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