Thursday, March 07, 2013

EL MANIFIESTO DE LAS CATACUMBAS por Fernando Bermúdez López y Juan V. Fernández de la Gala


La inesperada renuncia al pontificado del cardenal Joseph Ratzinger debe ser un motivo de honda reflexión para todos los miembros de la cristiandad.

 

Miércoles 6 de marzo de 2013.
 
 
La Iglesia, que vive hoy acuciada por graves escándalos que han minado seriamente su credibilidad moral, se empeña todavía en seguir revestida de un poder mundano que no le es propio, se mantiene separada del mundo contemporáneo por un lenguaje y unos gestos que no son los de Jesús, y, llena de miedo, como aquella primitiva comunidad apostólica antes de Pentecostés, vive atrincherada frente a un mundo del que debería ser fermento de transformación.

Hace ahora 50 años, el Concilio Vaticano II supuso un intento de renovación evangélica que quiso abrir puertas y ventanas al mundo. Aquellas propuestas no nacieron de un eventual motu proprio, sino de la colegialidad de la asamblea de los obispos y del asesoramiento de la teología más inspirada.

Al presentar su renuncia, Benedicto XVI ha llamado la atención sobre la necesidad de que, pueda sucederle alguien que sea capaz de afrontar el reto de las “rápidas transformaciones y las cuestiones de gran relieve para la vida de la fe que sacuden el mundo”. A la luz del Concilio, parece ser esta la mejor invitación que podía hacernos el Espíritu. Siguiendo a Cristo, la Iglesia está llamada a encarnarse constantemente en la historia de la humanidad, a vivir la pasión en su crucifixión solidaria con todos los hombres y mujeres que sufren el dolor, la injusticia y el olvido y a instaurar para ellos en el mundo la luz de la esperanza pascual.

Todos nosotros, pueblo y jerarquía, formamos parte de una Iglesia que se reconoce necesitada de conversión y en constante búsqueda de la senda original del Evangelio. Así lo sintió también en 1965, pocos días antes de la clausura del Concilio Vaticano II, un grupo de unos 40 padres conciliares. Reunidos para celebrar la Eucaristía en la catacumba de Santa Domitila, suscribieron el llamado “Pacto o manifiesto de las Catacumbas”, con el liderazgo del obispo brasileño Dom Hélder Câmara, en un intento valeroso de representar mejor la Iglesia de Jesús y de ser más fieles a la senda original del Evangelio. Muchos otros se unieron después.

El manifiesto es una invitación a los "hermanos en el episcopado" a llevar una "vida de pobreza" y a ser una Iglesia "servidora y pobre" como lo quería Juan XXIII. Los firmantes se comprometían a vivir en pobreza, a rechazar todos los símbolos o privilegios de poder y a colocar a los pobres en el centro de su ministerio pastoral.

Este es el contenido de aquel manifiesto:

“NOSOTROS, OBISPOS, reunidos en el Concilio Vaticano II, conscientes de las deficiencias de nuestra vida de pobreza según el Evangelio; invitados los unos por los otros en una iniciativa en la que cada uno de nosotros ha evitado el sobresalir o la presunción; unidos a todos nuestros hermanos en el episcopado; contando, sobre todo, con la gracia y la fuerza de nuestro Señor Jesucristo, con la oración de los fieles y de los sacerdotes de nuestras respectivas diócesis; poniéndonos con el pensamiento y con la oración ante la Trinidad, ante la Iglesia de Cristo y ante los sacerdotes y los fieles de nuestras diócesis, con humildad y con conciencia de nuestra flaqueza, pero también con toda la determinación y toda la fuerza que Dios nos quiere dar como gracia suya, nos comprometemos a lo que sigue:

1. Procuraremos vivir según el modo ordinario de nuestra población en lo que toca a casa, comida, medios de locomoción, y a todo lo que de ahí se desprende. [Mt 5, 3; 6, 33s; 8-20.]

2. Renunciamos para siempre a la riqueza, ya sea real o aparente, especialmente en el vestir (ricas vestimentas, colores llamativos) y en símbolos de metales preciosos a favor de otros signos más evangélicos. [Mc 6, 9; Mt 10, 9s; Hech 3, 6.]

3. No poseeremos bienes muebles ni inmuebles, ni tendremos cuentas en el banco a nombre propio. Si fuese necesario poseer algo, pondremos todo a nombre de la diócesis, o de las obras sociales o caritativas. [Mt 6, 19-21; Lc 12, 33s.]

4. En cuanto sea posible confiaremos la gestión financiera y material de nuestra diócesis a una comisión de laicos competentes y conscientes de su papel apostólico, para ser menos administradores y más pastores y apóstoles. [Mt 10, 8; Hech 6, 1-7.]

5. Renunciaremos a que nos llamen con nombres y títulos que expresen grandeza y poder (Eminencia, Excelencia, Monseñor), ya sea verbalmente o por escrito. [Mt 20, 25-28; 23, 6-11; Jn 13, 12-15.]

6. En nuestro comportamiento y relaciones sociales evitaremos todo lo que pueda parecer concesión de privilegios, primacía o incluso preferencia a los ricos y a los poderosos (por ejemplo en banquetes ofrecidos o aceptados, en servicios religiosos). [Lc 13, 12-14; 1 Cor 9, 14-19.]

7. Igualmente evitaremos propiciar o adular la vanidad de quien quiera que sea, al recompensar o solicitar ayudas, o por cualquier otra razón. Invitaremos a nuestros fieles a que consideren sus dádivas como una participación normal en el culto, en el apostolado y en la acción social. [Mt 6, 2-4; Lc 15, 9-13; 2 Cor 12, 4.]

8. Daremos todo lo que sea necesario de nuestro tiempo, reflexión, corazón o medios al servicio apostólico y pastoral de las personas y de los grupos trabajadores y económicamente más desfavorecidos. Apoyaremos a los laicos, religiosos, diáconos o sacerdotes que el Señor llama a evangelizar a los pobres y trabajadores, compartiendo su vida y el trabajo. [Lc 4, 18s; Mc 6, 4; Mt 11, 4s; Hech 18, 3s; 20, 33-35; 1 Cor 4, 12 y 9, 1-27.]

9. Procuraremos transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y en la justicia. [Mt 25, 31-46; Lc 13, 12-14 y 33s.]

10. Trabajaremos para que los responsables políticos pongan en marcha leyes, estructuras e instituciones sociales que son necesarias para la justicia, la igualdad y el desarrollo armónico y total de todo el hombre y de todos los hombres, y, así, para el advenimiento de un orden social, nuevo, digno de hijos de hombres y de hijos de Dios. [Cfr. Hech 2, 44s; 4, 32-35; 5, 4; 2 Cor 8 y 9; 1 Tim 5, 16.]

11. Dado que la función de los obispos encuentra su más plena realización evangélica en el servicio a las personas en situación de miseria física, cultural o moral, nos comprometemos a:
Participar, según nuestras posibilidades, en los proyectos urgentes de los episcopados de las naciones pobres;
Pedir de modo unánime a los organismos internacionales el fomento de estructuras económicas y culturales que no fabriquen naciones pobres en un mundo cada vez más rico, sino que permitan que las mayorías pobres salgan de su miseria.

12. Nos comprometemos a compartir nuestra vida, en caridad pastoral, con nuestros hermanos en Cristo, sacerdotes, religiosos y laicos, para que nuestro ministerio constituya un verdadero servicio.
De este modo:
Nos esforzaremos para "revisar nuestra vida" con ellos;
Buscaremos colaboradores para poder ser más animadores según el Espíritu que jefes según el mundo;
Procuraremos hacernos lo más humanamente posible presentes, ser acogedores;
Nos mostraremos abiertos a todos, sea cual fuere su religión. [Mc 8, 34s; Hech 6, 1-7; 1 Tim 3, 8-10.]

13. Cuando regresemos a nuestras diócesis daremos a conocer estas resoluciones a nuestros diocesanos, pidiéndoles que nos ayuden con su comprensión, su colaboración y sus oraciones.

Que Dios nos ayude a ser fieles al Evangelio de Jesús.
(Catacumba de Santa Domitila, Roma, 16 de noviembre de 1965)

Una Iglesia renovada necesita obispos renovados, convencidos de que su función es un servicio a la comunidad de los fieles, no un sillón desde el que mandar. Los candidatos tendrían que ser, sobre todo, buenos pastores y no parecer en ningún caso gerentes de la multinacional eclesiástica, preocupados solo de ascender en el escalafón de una empresa con sede en Roma. Tendrían que ser verdaderos creyentes capaces de hacerse transparentes a la luz de Cristo y abrir su ministerio al aliento del Espíritu, que sopla donde quiere. Su vida, sus gestos y sus palabras tendrían que ser como las de Jesús de Nazaret: sencillas, cercanas y comprometidas. Lamentablemente, la imagen y los modos de algunos de nuestros obispos parecen muy distantes de las propuestas de Jesús y es un escándalo para la Iglesia y para el mundo que esto siga siendo así por más tiempo. Por eso, quizá sea bueno que, en estos días de profunda reflexión para la Iglesia, hagamos llegar el manifiesto especialmente a nuestros obispos y responsables eclesiásticos. Ojalá nos sirva a todos como una invitación a una conversión profunda al Evangelio de los modos y las estructuras eclesiales.

MOCEOP

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