Wednesday, March 20, 2013

Propuesta para una primavera en la Iglesia Católica


Francisco Javier Fernández Vallina*
Tras la renuncia al Pontificado de Benedicto XVI multitud de analistas tratan de indagar las claves que pudieran explicar de forma satisfactoria tan inusitada conducta y, sobre todo, qué vientos soplaran en el próximo futuro para una Institución, como la Iglesia Católica, que para muchos, por causas diversas y complejas, se presenta con un cierto hermetismo difícil de desentrañar.
Permítasenos huir de sofisticadas especulaciones sobre el análisis del Papado que ya ha concluido para otear el futuro y  realizar una sucinta propuesta, que lógicamente requeriría mayores razonamientos que los que aquí pueden  tener cabida, sobre lo que, a nuestro modesto juicio, debería constituir, como mínimo, una Hoja de Ruta para la Iglesia y, en consecuencia, sustentar el mayor acierto de las directrices que el nuevo Papa pudiera promover.
Nace tal intento del convencimiento de que nuestra sociedad, en la que se inserta una de las Instituciones de mayor permanencia en la historia y memoria colectivas,  esta comenzando a vivir un tiempo que  Habermas calificó, hace ya algunos años, como “postsecular”, precisamente a raíz del diálogo, inconcluso, que sostuviera con el entonces cardenal Ratzinger. Tal calificación, objetada por algunos, nos otorga la virtualidad de asomarnos a un momento que no es el de un simple laicismo, pero tampoco, obviamente, el de un predominio confesional, sino el que viene marcado por la diversidad cultural, y por tanto también religiosa o secular, y, sin duda, por la creciente y compleja pluralidad social, en la que conviven, no sin tensiones, diversas formas de ser, habitar y transformar el mundo.
Para este tiempo con sus nuevos retos se muestran, a modo de interpelaciones, algunas cuestiones que creemos fundamentales y parecen exigir la respuesta más adecuada:
A.     La relación entre Modernidad y Religión. La Iglesia Católica, a pesar de los esfuerzos del Concilio Vaticano II, en no escasa medida truncados en los dos últimos Papados, debe superar sus miedos y recelos, casi inveterados, sobre los valores que desde la Modernidad han propiciado el progreso del conocimiento humano y un desarrollo científico de la Humanidad sin precedentes, haciendo suyos sin reservas los fundamentos de la ética civil común que sostienen la igualdad de todos en la Declaración de los Derechos Humanos y en una aceptación activa de la Democracia y su mayor y mejor desarrollo en todos los países del mundo. Deberá asumir como conquista irrenunciable del hombre su libertad de conciencia y expresión, lo que da lugar a sociedades plurales y  complejas, así como la secularización inherente a la confianza en la razón humana,  contribuyendo positivamente a un desarrollo creciente de la libertad y la justicia de ciudadanos y pueblos que  alcance a toda la Humanidad,  al tiempo que realiza su critica profética y ejemplar sobre cualquier atentado que desde esa Modernidad se pretenda contra la dignidad humana, o la degradación de su condición, o la instrumentalización de  personas, colectivos o pueblos en beneficio de cualquier interés o poder ilegítimo moralmente. En este tiempo post-secular podrá contribuir poderosamente a la búsqueda conjunta de la verdad, sin tratar de imponer como único y mejor su valioso “testimonio y depósito de sentido” (de nuevo en palabras de Habermas), que debe ofrecer con humildad y valentía a los hombres y mujeres que tienen diferentes  visiones y creencias. Tal posición debería alejarla de la tentación de ejercer cualquier forma de privilegio o impunidad respecto a las leyes legítimas de los estados democráticos de derecho y promover en su seno la libertad de investigación teológica e innovación eclesial, en el respeto a la riqueza de su fecunda tradición espiritual y moral, así como una revisión de su moral tradicional (responsabilidad personal de la mujer y del hombre, sexualidad, etc..) desde el espíritu evangélico y no desde su lectura fundamentalista o literal y en el más escrupuloso respeto al derecho a la dignidad y a la conciencia responsable de cada persona.
B.     La radicalidad del mensaje evangélico: amor y perdón. Más  que una evangelización entendida como la búsqueda de conversos sumisos e ignorantes, debería manifestar el testimonio ejemplar, en su mensaje y sobre todo en su conducta, del mandato del amor al otro en cuanto tal (como explicaba Levinás) y del perdón, poniéndose al lado de las víctimas de cualquier injusticia e indignidad, muy especialmente promoviendo la denuncia e intolerancia con quienes de los suyos atenten a la dignidad del ser humano, especialmente de los más débiles e indefensos,   encabezando el compromiso activo de llevarlos ante la justicia civil legitimada. Igualmente tendría que ejercer la denuncia evangélica de cualquier abuso o ataque a la dignidad de las personas, especialmente las que se encuentren en situaciones, lugares o contextos materiales o culturales de mayor indefensión.
C.     La opción por los pobres. Debería ofrecer al mundo, igualmente de modo profético,  las exigentes interpelaciones de las Bienaventuranzas, lo que debería llevarla a la opción por los pobres, por los que sufren debilidades estructurales y personales, por los necesitados o carentes de las condiciones de su propia dignidad, despojándose de cualquier poder o riqueza que cuestione su propia credibilidad. Así,  lo mejor de la Doctrina Social de la Iglesia podría aglutinar la deslegitimación de poderes económicos o políticos injustos, impunes e inservibles y contribuir, con otros creyentes y no creyentes, a construir una utopía referencial para un progreso solidario entre todos y sostenible con los bienes de la naturaleza.
D.     El protagonismo del pueblo creyente. Deberá promover la confianza y el compromiso con el pueblo de Dios, que tendría que pasar a ser el sujeto activo que legitimara de modo riguroso y seguro los diversos ministerios que la Iglesia precisa, eligiendo a hombres y mujeres de formación contrastada y ejemplaridad moral. Ello exigiría un nuevo modo de hacer y servir de todos los creyentes católicos,  que naciera de una Asamblea conjunta del pueblo fiel, sacerdotes y obispos como ámbito que puede marcar el rumbo interno de la Iglesia.
ATRIO

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