Monday, July 20, 2015

Arturo Paoli, un profeta, vivió su Pascua. Dos testimonios: Adolfo Pérez Esquivel y Leonardo Boff


"Por todo lo que hagas de mí te doy las gracias"


"A sus cien años compartió con el Papa Francisco la alegría del compromiso"


(Adolfo Pérez Esquivel).- Sentimos mucho la partida de Arturo Paoli, profeta y caminante de la fe y la esperanza.
Su vida nos enseñó el camino del Evangelio junto a los pobres, como hermano del Evangelio asumió la espiritualidad y las voces del desierto del Hermano Carlos de Foucauld iluminando el espíritu en la oración.
"Padre mío, me abandono en Ti/ haz de mí lo que quieras. Por todo lo que hagas de mí te doy las gracias..."Es para mí una necesidad el darme. El entregarme en tus manos sin medida, con infinita confianza. Porque tú eres mi Padre".
Arturo vivió la disponibilidad del espíritucompartiendo su vida junto a los pobres en Argentina, en Fortín Olmos, junto a las Ligas Agrarias, del movimiento campesino; la persecusión de la dictadura militar lo llevó a buscar otro horizonte y partir a Caracas, Venezuela, compartiendo en los cerros la vida en las chabolas con los más necesitados. Tenía la virtud de abrir las manos y el espíritu junto a los pueblos latinoamericanos.
Posteriormente siente el llamado del Señor que lo guía en su caminar a Brasil, a las favelas compartiendo el mensaje del Evangelio en su testimonio y coherencia de vida y en denunciar las injusticias y en predicar la hermandad de las personas y los pueblos. Así llega a Fox de Iguazú para estar cerca también de la Argentina y continuar su prédica y compromiso con las comunidades de base.
Los años llegan y Arturo en su caminar de muchos soles y muchas lunas decide regresar a su origen, a su querido pueblo de Lucca, dejando su mensaje y testimonio de vida, sembrando en el corazón y la mente de los pueblos, dejando su reflexión teológica, su pensamiento y compromiso de los Hermanos del Evangelio.
A más de sus 100 años tuvo la decisión de viajar a Roma y encontrarse con el Papa Francisco, de orar juntos y compartir la alegría de ser hermanos en la fe y el compromiso junto a los pobres.
Querido hermano Arturo Paoli. Tuve la gracia de encontrarme contigo dos veces después de mucho tiempo y de compartir con la comunidad que te acompaña en Lucca y te doy las gracias por tu testimonio de vida en el camino del Evangelio que compartes con tu humildad y compromiso en la oración.
"Estoy dispuesto a todo, todo lo acepto con tal que tu voluntad se haga en mí y en todas tus creaturas. No deseo nada más, Dios mío". El Tata Dios te espera con los brazos abiertos.
RD

Partió el hombre que esperaba siempre el adviento de Dios

Por Leonardo Boff

  Hizo de todo en la vida. En la juventud fue ateo y marxista. Pero de repente se convirtió. Se ordenó sacerdote durante la guerra. Entró en la Resistencia contra los nazis. En 1949 lo nombraron asesor de la Juventud de Acción Católica. Pero sus métodos libertarios no agradaron al statu quo eclesiástico y lo mandaron a acompañar a emigrantes italianos que venían por barco a Argentina. En el viaje encontró a un Hermanito de Jesús, seguidor de Charles de Foucault cuyo carisma es vivir en el mundo entre los más pobres. Se inició en Argelia junto al desierto y entró en la lucha de liberación contra la dominación francesa. Después fue enviado a Argentina. Trabajó durante años como obrero con los madereros. Fue al Chile de Pinochet, pero su nombre estuvo pronto en la lista que decía: “quien encuentre a uno de estos, puede eliminarlo”. Estuvo un tiempo en Venezuela. Y acabó instalándose en Brasil, en Foz do Iguaçu, donde creó varias iniciativas para los pobres, con hierbas medicinales, una granja didáctica para jóvenes desamparados y otras organizaciones populares que continúan existiendo hasta hoy.

Tuvo muchos reconocimientos que casi siempre rechazaba. El más importante fue el 29 de noviembre de 1999 en Brasilia cuando el embajador israelí le confirió la mayor distinción dada a un no judío: “justo entre las naciones”. Durante la guerra creó junto con otras personas una red clandestina que salvó a 800 judíos.

Se hizo monje sin salir del mundo, sino dentro siempre del mundo de los pobres y humillados. Todo el tiempo libre lo dedicaba a la oración y a la meditación. Durante el día recitaba mantras y jaculatorias. Fue una de las figuras más impresionantes que pasaron por mi vida, con una retórica capaz de resucitar muertos. Éramos amigos-hermanos.

Tenía una extraña manera propia de rezar. Él mismo me lo contó. Pensaba: si Dios se hizo humano en Jesús, entonces fue como uno de nosotros: hizo pipí, caca, lloriqueaba pidiendo el pecho, hacía pucheros cuando algo le molestaba, como el pañal mojado.

Al principio, pensaba él, Jesús habría querido más a María, luego más a José, cosas que Freud y Winnicott explican. Y fue creciendo como nuestros niños, jugando con las hormigas, corriendo tras los perros y, travieso, robando frutas del huerto del vecino.

Ese extraño místico, rezaba a Nuestra Señora imaginando cómo acunaba a Jesús, cómo lavaba en el tanque de agua los pañales sucios, cómo cocinaba la papilla para el Niño y una comida más fuerte para su marido carpintero, el buen José.

Y se alegraba interiormente con tales cavilaciones porque así debe ser pensada la encarnación del Hijo de Dios, en la línea del Papa Francisco, no como una doctrina fría, sino como un hecho concreto. Sentía y vivía tales cosas con conmoción del corazón. Y lloraba con frecuencia de alegría espiritual.

Donde llegaba, creaba siempre a su alrededor una pequeña comunidad en la peor favela de la ciudad. Tenía pocos discípulos. Solo tres que acabaron marchando. Encontraban demasiado dura aquella vida y todavía tenían que meditar durante el día, en el trabajo, en la calle, en la visita a los caseríos más decaídos.

Sólo, se agregó entonces a una parroquia que hacía trabajo popular. Trabajaba con los sin-tierra y con los sin-techo. Valeroso, organizaba manifestaciones públicas frente a la alcaldía y animaba las ocupaciones de terrenos baldíos. Y cuando los sin-tierra y los sin-techo conseguían establecerse, hacía bellas “místicas” ecuménicas, como hace siempre el MST.

Y todos los días, hacia las 10 de la noche, se adentraba en la iglesia oscura. Solo la lamparina lanzaba destellos titubeantes de luz, transformando las estatuas muertas en fantasmas vivos y las columnas erectas en extrañas brujas. Y allí se quedaba hasta las 11 de la noche. Impasible, con los ojos fijos en el tabernáculo.

Un día fui a buscarlo a la iglesia. Le pregunté a boca jarro:“mi hermano Arturo, ¿es que tú sientes a Dios, cuando después del trabajo te metes a rezar aquí en la iglesia?

¿Te dice alguna cosa?”

Con toda tranquilidad, como quien despierta de un sueño, me respondió: “No siento nada. Hace mucho tiempo que no escucho su voz. La sentí un día. Era fascinante. Llenaba mis días de música y de luz. Hoy ya no escucho nada. Sufro con la oscuridad. Tal vez Dios no quiera hablarme nunca más”.

“Y entonces”, repliqué, “¿por qué sigues todas las noches aquí, en la oscuridad sagrada de la iglesia? “Sigo”, respondió, “porque quiero estar siempre disponible. Si Él quisiera manifestarse, salir de Su silencio y hablar, aquí estoy yo para escuchar. ¿Y si Él quisiera hablar y yo no estuviera aquí? Pues, cada vez que viene, lo hace solamente una sola vez. Como en otro tiempo”.

Salí maravillado y pensativo por tanta disponibilidad. Gracias a estas personas, místicas anónimas, la Casa Común, al decir del Papa Francisco, no es destruida y Dios mantiene su misericordia sobre la perversidad humana.

Estas personas vigilan y esperan, contra toda esperanza, el adviento de Dios que tal vez nunca sucederá. Pero son los pararrayos divinos que recogen la gracia que, silenciosamente, se difunde por el universo y hace que Dios siga dándonos el sol y todas las estrellas y penetre hondo en el corazón de todos los viven en la Casa Común. Y si Dios aparece habrá gente disponible para oírlo. Y llorarán de alegría.

Su nombre es Arturo Paoli que con 102 años fue a ver y a escuchar a Dios, ahora eternamente, el 13 de julio de 2015, desde donde vivía en San Martino in Vignale, en las colinas de Lucca, Italia.

Kononía

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