Saturday, October 17, 2015

«La comunión a los divorciados vueltos a casar no toca la doctrina, sino la disciplina»


Entrevista con el teólogo dominico Giovanni Cavalcoli: «Conceder o no conceder la comunión entra en el poder de la pastoral de la Iglesia y en las normas de la liturgia, establecidas por la Iglesia según su prudencia». Hay que evitar tanto «la rigidez de un conservadurismo rigorista» como el «modernismo historicista y laxo». No existen «condiciones pecaminosas», porque el «pecado es un acto, no es una condición ni un estado permanente»

ANDREA TORNIELLICIUDAD DEL VATICANO

Hay quienes afirman que cualquier cambio en la disciplina sacramental en relación con los divorciados que se han vuelto a casar representaría una «herejía» o, como sea, un ataque contra la doctrina de la indisolubilidad matrimonial. ¿Es así?

La disciplina de los sacramentos es un poder legislativo que Cristo confió a la Iglesia, para que ella, durante el curso de la historia y entre las variaciones de las circunstancias, sepa administrar los sacramentos de la manera más conveniente y más proficua a las almas y, al mismo tiempo, en el respeto absoluto de la substancia inmutable del sacramento, así como Cristo la quiso. La actual disciplina que regula la pastoral y la conducta de los divorciados que se han vuelto a casar es una ley eclesiástica, que pretende conciliar el respeto por el sacramento del matrimonio, cuya indisolubilidad es un elemento esencial, con la posibilidad de salvación de la nueva pareja. La Iglesia no puede cambiar la ley divina que instituye y regula la substancia de los sacramentos, pero puede cambiar las leyes por ella emanadas, relacionadas con la disciplina y la pastoral de los sacramentos. Por ello debemos pensar que un eventual cambio del reglamento actual sobre los divorciados que se han vuelto a casar no afectará la dignidad del sacramento del matrimonio, sino que, por el contrario, será un procedimiento más adecuado para afrontar y resolver las situaciones de hoy.



¿Conceder, en determinados casos y bajo determinadas condiciones (por ejemplo después de un recorrido penitencial, o en el caso del cónyuge abandonado, etc), la comunión a los divorciados que viven una segunda unión toca la disciplina o la substancia del sacramento del matrimonio y de la eucaristía?

Toca, claramente, la disciplina y no la substancia. Para un católico es absolutamente impensable que un Sínodo bajo la presidencia del Papa pueda llevar a cabo un atentado a la substancia de cualquier sacramento. Conceder o no la comunión entra en el poder de la pastoral de la Iglesia y en las normas de la liturgia, que son establecidas por la Iglesia según su prudencia, que es siempre respetable, aunque no infalible. Por ello el cambio o la abrogación de las leyes de la Iglesia.



Usted escribió: el dogma no puede cambiar mientras que las disposiciones pastorales sí. ¿Qué significa, en relación con este caso?
Significa que la Iglesia, en varias ocasiones solemnes (por ejemplo en el Concilio de Trento o en el Concilio Vaticano II) o en las enseñanzas de algunos Papas (como Pío XI o san Juan Pablo II), ha definido con autoridad la esencia del sacramento del matrimonio o de la eucaristía. Está claro que estas enseñanzas, que reflejan la misma Palabra de Dios, así como nos la enseñó el divino Maestro, no pueden cambiar. En cambio, establecer las circunstancias, las condiciones, la forma, el lugar, el tiempo, a quién administrar los sacramentos, todo esto Cristo lo confió a la responsabilidad de la autoridad eclesiástica en las leyes canónicas, como en las directivas y normal pastorales o disciplinarias a todos los niveles, del Papa a la Santa Sede y hasta a los obispos. La Iglesia, pues, es inefable cuando reconoce, codifica e interpreta la ley divina (se trate de la ley moral natural o revelada); pero cuando emana leyes, que disponen su aplicación en la variedad o accidentalidad de las circunstancias históricas o en casos particulares, estas leyes asumen un valor simplemente contingente, relativo y temporal, por lo que, con la llegada de nuevas circunstancias o por un mejor conocimiento de la misma ley divina, exigen ser cambiadas, abrogadas, corregidas o mejoradas, claro, siempre por una nueva disposición de la autoridad. La ley eclesiástica determina lo indeterminado de la ley divina, se funda en ella y es una consecuencia de ella al ordenar la práctica concreta. Sin embargo, su nexo con la ley divina no tiene la necesidad lógica absoluta que poseen, en un silogismo, las consecuencias con respecto a las premisas, puesto que un cambio en las conclusiones implicaría un cambio, por lo tanto una falsificación, en las premisas o en los principios. En cambio, el nexo indicado es solo de conveniencia, siempre que esté en coherencia y armonía con la ley divina, de manera semejante a lo que se puede dar entre una meta y los medios para conseguirla. La meta puede ser fija e irrenunciable, pero los medios pueden cambiar y ser diferentes. La ley de la Iglesia es un medio para aplicar la ley de Cristo. Esta es absoluta e inmutable; la ley de la Iglesia, por su misma naturaleza y por voluntad de Cristo, por cuanto iluminada y animada por la fe que sea, sigue siendo siempre una ley humana, con los límites propios de esta. Es necesario, pues, respetar escrupulosamente la naturaleza de este nexo, evitando, por una parte, la rigidez de un conservadurismo rigorista, que rechaza el cambio de la ley eclesiástica en normas de la inmutabilidad de la ley divina o, por la otra, del modernismo historicista y laxo, que, con el pretexto de la mutabilidad de la ley eclesiástica y de su deber de tener en cuenta la modernidad y la debilidad humana, diluye y relativiza la ley del Evangelio.



Al leer algunas afirmaciones, incluso en relación con el debate sinodal, se tiene la idea de que la Tradición es casi hipostatizada y fijada como si fuera un texto inmutable, según el cual se puede después juzgar a todos, incluido al Papa, haciéndole una prueba de «catolicidad». ¿Puede explicarnos qué es la Tradición?

La Sacra Tradición, como dice la palabra, es la transmisión oral y fiel del dato revelado; es la predicación apostólica de la Palabra de Dios en el curso de la historia; es un Magisterio viviente, asistido por el Espíritu Santo, transmisión que Cristo ha confiado a los apóstoles y a sus sucesores bajo la guía de Pedro, de generación en generación, hasta hoy, hasta Papa Francisco y hasta el final del mundo. La Sacra Tradición, junto con la Sacra Escritura, es la fuente de la Revelación, es decir de la doctrina de la fe católica, resumida por el Credo, que nos viene interpretada y enseñada por el Magisterio de la Iglesia bajo la guía del Papa. Claro, la Tradición contiene la doctrina inmutable del Evangelio y es criterio absoluto de la verdad de la fe, pero conjuntamente a la Escritura en la interpretación que de ella da la Iglesia bajo la guía de Pedro. Por ello no es lícito el método de ciertos católicos de apelar a la Tradición para criticar el Magisterio del Papa y de la Iglesia, como por ejemplo las doctrinas del Concilio Vaticano II, porque el Magisterio de la Iglesia, por voluntad misma de Cristo, es custodio supremo, infalible e insindicable de la Tradición y, por lo tanto, no tiene sentido querer corregir al Papa o el Magisterio en nombre de la Tradición, la cual, por lo errado de esta operación, es con ello falsificada. Además, hay que tener presente que los datos de la Tradición son, claro, en sí mismos inmutables, al ser Palabra de Dios; pero la Iglesia, y entonces todos nosotros bajo la guía de la Iglesia misma, por ejemplo de los Concilios, progresamos hacia un cada vez mejor conocimiento de esos mismos datos. Y entonces, en ese sentido, se puede y se debe hablar, como dijo el beato Pablo VI, de un «desarrollo» de la Tradición, que no tiene nada que ver con una impensable mutación o cambio de sentido de sus contenidos, pero se refiere solo al progreso del conocimiento que tenemos de ellos.


¿Puede dar ejemplos de profundizaciones a lo largo de la historia de la Iglesia que han mutado la disciplina sacramental o desarrollado la doctrina sobre el matrimonio y la familia?

En relación con el sacramento de la penitencia, la Iglesia pasó de la praxis de los primeros siglos de una sola celebración durante la vida a la recomendación actual de la confesión frecuente, que surge con la reforma tridentina. En los primeros siglos las segundas nupcias eran desaconsejadas. En el siglo XVII el sacramento de la orden no podía ser conferido a sujetos de diferentes razas. La práctica común de la comunión cotidiana llega solo en época de San Pío X. Hasta los tiempos de San Pío X existía la figura jurídica del «haereticus vitandus». El Magisterio presenta, por primera vez, el acto conyugal como «signo e incentivo al amor» solo en la «Humanae vita» de Pablo VI. Los impedimentos jurídicos al matrimonio en el pasado eran diferentes de los de hoy. Pablo VI abolió los llamados «órdenes menores», un tiempo necesarios para acceder al sacerdocio. Solo con la reforma conciliar a las mujeres se permiten ministerios litúrgicos, que un tiempo estaban reservados solo a los hombres. Hasta la reforma conciliar, el sacramento de la unción de los enfermos, llamado significativamente «extrema unción», era administrado solo a los moribundos. Hoy es suficiente la ancianidad avanzada o una enfermedad grave, por lo que puede ser fácilmente reiterado. El Papa mismo, con su reciente Motu proprio, modificó el reglamento de las causas de nulidad del matrimonio.



¿Las condiciones del divorciado que vive una segunda unión es en sí misma pecaminosa?

No existen «condiciones pecaminosas», porque el pecado es un acto, no es una condición ni un estado permanente. El acto del pecado puede ser prolongado en el tiempo, como puede tener por su esencia una duración temporal (por ejemplo un robo en el banco); pero, tratándose de un acto de la voluntad, puede ser interrumpido en cualquier instante y, como sea, cesa después de determinado lapso de tiempo, una vez que el acto está hecho. Lo que es permanente en nosotros para toda la vida, incluso en los mejores, es la tendencia a pecar, consecuencia del pecado original, por la cual pecamos a menudo ligera o venialmente. Pero esta tendencia, con la gracia divina y la buena voluntad, puede, dentro de determinada medida, ser limitada o frenada, para poder, por lo menos, evitar el pecado mortal. El problema de los divorciados que se han vuelto a casar es que el adulterio, con el agravante del concubinato, es pecado mortal. Por lo que es muy fácil que la pareja, al unirse, caiga en pecado mortal. Sin embargo, es posible el caso de una pareja, que se encuentre en una situación objetiva e insuperable, de la que, por diferentes motivos, no puede salir para volver al estado precedente: por ejemplo, el cónyuge anterior tiene hijos con otro, o la nueva pareja tiene hijos. Claro, después del acto del pecado, si no intervienen el llamado de la consciencia y el arrepentimiento, incluso después de haber cesado el acto, permanece un estado de culpa. En esta caso, la voluntad queda desviada y necesita nueva orientación, que puede y debe dar la misma voluntad, bajo el impulso de la gracia. Y esto puede ser obtenido gracias al perdón divino, sin importar la situación objetiva en la que se encuentra el pecador, incluso la del divorciado que se ha vuelto a casar. A veces existen condiciones en las que es fácil pecar, porque constituyen fuertes impulsos y ocasiones prácticamente inevitables de pecado. Entre las condiciones de este tipo está la de los divorciados que se han vuelto a casar, que viven en una unión adultera, vinculados uno de los dos o ambos, como se supone, a un matrimonio anterior y legítimo. En el pasado, la Iglesia dio disposiciones pastorales para consentir que estas parejas se mantuvieran en la gracia de Dios, a pesar de ser excluidas de los sacramentos. Estas pueden obtener el perdón de los pecados directamente de Dios, incluso sin acceder al sacramento de la penitencia. Hoy, la cuestión que se debate es si permitirles o no acercarse a la Santa Comunión puede servirles para aumentar la gracia y la defensa contra el pecado, o si puede crear escándalo y turbar a los fieles.

Vatican Insider

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